Columna de opinión José Félix Lafaurie
El 9 de septiembre, en López de Micay, Cauca, 12 personas murieron a manos de las disidencias de las Farc. Ayer nomás, en Ciénaga de Oro, Córdoba, un ganadero fue asesinado a palo y sus dos acompañantes murieron quemados.
La alarmante violencia rural y la pobreza son producto del abandono del campo, en medio del cual nació y se alimenta el narcotráfico y otras economías ilícitas; pero si le preguntamos a la izquierda progresista por la causa de semejante vorágine de violencia nos recitará viejos manuales de la insurgencia comunista: todo es culpa de la distribución de la tierra y, más recientemente, del incumplimiento del Acuerdo con las Farc, sobre todo la Reforma Rural Integral, cuyos puntos centrales son el Fondo de Tierras y la Jurisdicción Agraria para la resolución de conflictos… de tierras.
Sobre esta última ya se concilió en junio el proyecto de ley estatutaria, ante el cual el ministro de Justicia, como una “explicación no pedida”, salió a asegurar que la ley “no contiene ninguna disposición, ni explícita ni implícita, relacionada con expropiación”.
De hecho, no podía contenerla, pues la ley estatutaria solo define la estructura y relaciones de la jurisdicción dentro del aparato judicial, pero donde sí hay disposiciones explícitas que amenazan la propiedad privada de la tierra es en el proyecto de ley ordinaria, que define competencias para los jueces agrarios y, según el comunicado oficial, “establece las reglas especiales para que los procedimientos judiciales sean expeditos y garantistas”.
¿Garantistas para quién?, me pregunto. En este caso lo son solamente para los sujetos de especial protección, las llamadas minorías étnicas y los campesinos. En principio, que en cualquier litigio haya una parte con “especial protección” equivale a una desventaja para la parte que no la tiene.
Ese desbalance marca todo el proyecto. El artículo 34 otorga “presunción de veracidad” a los sujetos de especial protección, es decir, que el juez debe creerle al protegido hasta sus mentiras, mientras el no protegido debe probar lo que afirma. El parágrafo del artículo 36, establece la “flexibilidad probatoria” para sujetos de especial protección, privilegio que tampoco tiene la parte “desprotegida”. ¿No que somos iguales ante la Ley?
Ni que decir de los principios (Artículo 5) que guían la actuación del juez. El numeral 2 reitera la “Especial protección de la parte más débil”, pero es tal el garantismo que esa parte queda convertida por la misma ley en la más fuerte dentro del proceso.
El 3 se refiere al “bienestar y buen vivir” de las comunidades campesinas, un principio tan “gaseoso” como “pesado” a la hora de inclinar la balanza en beneficio de los sujetos protegidos.
El 4 no podía faltar: la “Función social y ecológica de la propiedad”, una amenaza a la propiedad privada en un país de abundante e impracticable legislación ambiental y de autoridades ambientales dispersas, “autónomas” y cooptadas por el clientelismo regional.
El 7 se refiere a la “máxima humanización de la justicia agraria”; el 12, que habla de “permanencia agraria” es patente de corso para las invasiones, pues ordena a las autoridades judiciales “evitar los actos de perturbación o desalojo” de los sujetos vulnerables, hasta tanto se resuelva la controversia.
La cereza del pastel es el 14, según el cual “las autoridades judiciales deberán interpretar y aplicar las normas agrarias atendiendo a un criterio de primacía de la justicia material sobre las formas jurídicas”. Es la formalidad de la ley reemplazada por la interpretación subjetiva del juez.
La jurisdicción agraria pretende nacer con su balanza inclinada contra la propiedad privada de la tierra, ante lo cual… ¿quién podrá defender a sus legítimos propietarios?