Por Juan Rincón Vanegas
@juanrinconv
Oigan muchachos, yo soy Enrique Martínez
que nunca tiene miedo si se trata de tocar.
Y Luis Martínez, ‘El Pollo Vallenato’
es candela lo que van a tomar
oigan muchachos, oigan la nota
como toca el vallenato.
Este célebre acordeonero dejó una inmensa historia musical que pasados 25 años de haber partido de la vida se sigue manteniendo intacta. El hijo de Santander Martínez y Natividad Argote, nacido en El Hatico de Fonseca, antes Magdalena, hoy La Guajira, el 24 de febrero de 1923, desde muy niño comenzó su carrera en Fundación, Magdalena, desde donde se proyectó por diversos lugares hasta llegar a Valledupar.
En este paraíso del folclor se coronó como Rey Vallenato en el año 1973 derrotando a Julio de la Ossa y a Andrés Landero. El jurado en esa ocasión estuvo conformado por los Reyes Vallenatos de las ediciones anteriores del Festival de la Leyenda Vallenata: Alejandro Durán Díaz, Nicolás Elías ‘Colacho’ Mendoza, Calixto Ochoa, Alberto Pacheco y Miguel López.
Para lograr esa anhelada hazaña acompañado del cajero Juan Calderón y el guacharaquero Víctor Amaris, interpretó las siguientes canciones:
Paseo. ‘El cantor de Fonseca’ (Carlos Huertas Gómez).
Merengue. ‘Alcirita’ (Luís Enrique Martínez).
Son. ‘El jardinero’ (Luís Enrique Martínez).
Puya. ‘Francisco El Hombre’ (Luís Enrique Martínez).
En cierta ocasión que fue invitado a una parranda en El Guamo, Bolívar, un grupo de amigos divulgó que iba a llegar ‘El Pollo Vallenato’. Ese gesto bonito lo llevó a componer el son ‘Soy el vallenato’.
Yo soy Enrique Martínez
me llaman el vallenato
yo tengo un cariño firme
también un bonito trato.
Este juglar creador de su propio estilo gran parte de su vida a la par con la música la acompañó con diversas labores. “Así como era excelente acordeonero, era aserrador de los buenos”, contó en cierta oportunidad su hermano José María ‘Chema’ Martínez.
De un momento a otro dejó de aserrar, y se dedicó por completo a tocar, componer, cantar y grabar muchas canciones que con el paso del tiempo lo catapultaron al olimpo del folclor vallenato. Entre sus obras sobresalen: ‘El Pollo Vallenato’, ‘La tijera’, ‘Jardín de Fundación’, ´La cumbia cienaguera’, ‘El hombre divertido’, ‘Mi despedida’, ‘No me hagas sufrir’, ‘La vaciladora’, ‘La cita’, ‘La dejó el tren’, ‘El gallo jabao’, ‘El secreto de los choferes’, ‘La tengo dominá’, ‘Que dolor’, ‘La ciencia oculta’, ‘Saludo cordial’, ‘Amor irresistible’, ‘La cordobesa’, ‘Morenita’, ‘El rico pobre’, ‘Sin consolación’ y más de 120 que hacen parte de su gran repertorio.
El gran agradecimiento
‘El Pollo Vallenato’, dejó infinidad de cantos, anécdotas e historias en su trasegar por la geografía del Caribe colombiano, pero ante todo fue un agradecido, especialmente con dos pueblos donde vivió por largo tiempo. Se trata de Fundación, Magdalena y El Copey, Cesar.
Al primero lo premió con una canción donde lo destacó en toda su importancia y exaltó a sus mujeres que tienen el encanto de una flor al abrir sus pétalos. Se trata del paseo ‘Jardín de Fundación’.
Fundación es un jardín
es el mejor pueblo del Magdalena,
esa tierra está bendita
y ha sido buena pa’ la mujer
Se ven como mariposa en la primavera,
embelleciendo sus calles al atardecer
Saben que Fundación tiene un gran jardín
de distinguidas flores para un altar
esas que bien bonitas se ven lucir
como mariposas se ven volar.
Después hizo muchas referencias al pueblo donde vivió por más de 20 años al lado de su esposa Rosalbina Serrano e hijos. Una de ellas, el suceso que llevó a canción donde un mago llegó a El Copey vendiendo menjurjes para componer a los hombres estafando a muchas mujeres. También se soslayó con temas como ‘Flores copeyanas’ y ‘Palomita copeyana’, entre otras.
Claro, que el suceso que llamó poderosamente la atención sucedió el ocho de abril de 1972 cuando celebró las bodas de plata de su matrimonio con Rosalbina Serrano, y fueron muchos días de parranda al lado de grandes acordeoneros y compositores.
De este largo festejo surgió la canción ‘Bodas de plata’, de la autoría de Armando Zabaleta, grababa por Jorge Oñate y los Hermanos López.
En las bodas de plata
de Luis Enrique y Rosalbina,
se hizo una fiesta muy linda
con música vallenata.
Este es un día sagrado
pa’ Luis Enrique, pa’ Rosalbina
tienen que recordarlo
mientras existan en la vida.
El papá de los acordeoneros
Consuelo Araujonoguera asistió al sepelio del Rey Vallenato Luis Enrique Martínez Argote, el 27 de marzo de 1995, había muerto dos días antes, y escribió la crónica titulada: ‘No me guardes luto’.
El día que se muera Enrique
no quiero que se entristezcan,
me hacen nueve días de fiesta
para no morir tan triste.
Recibimos la noticia no por esperada menos triste, de la muerte de Luis Enrique Martínez. Nuestro primer sentimiento fue de inconformidad con nosotros mismos. Una y otra circunstancia que se fueron concatenando e interponiéndose a nuestro propósito habían dilatado el viaje que con Cecilia ‘La Polla’ Monsalvo, Darío Pavajeau, Gustavo Gutiérrez y Andrés Becerra, habíamos planeado y estado a punto de realizar en ocasiones anteriores para visitarlo en su lecho de enfermo.
La visita programada no era solo un acto de solidaridad con el gran Rey Vallenato al que poco a poco fue minando la diabetes, sino además un intento postrero de seguir recogiendo en la cinta magnetofónica la voz con los recuerdos y las vivencias siempre jocosas de quien, por sobrados motivos, siempre consideramos como ‘El Papá de los acordeoneros”.
El lunes 27 de marzo viajamos por fin, pero llegamos tarde…Allí, en un modesto barrio de Santa Marta, en medio de un vecindario jocundo y vital que se parece al propio Luis Enrique, lo encontramos solemnemente vestido de saco y corbata, pálido y serio y con su misma cara adusta de siempre, arreglado para el viaje definitivo.
Y mientras el gentío sofocaba el aire denso de la sala de la casa de Rosalbina, y ella y sus hijos lloraban inconsolablemente yo pensaba que para una persona así como esa que yacía en el enorme féretro de madera barnizada, las exequias tenían que ser diferentes y los ritos mortuorios tenían necesariamente que abolir las connotaciones de duelo y convertirse en una gran fiesta de despedida. Y así fue.
El pueblo que nunca se equivoca, desde horas antes de su muerte se apretujo en los alrededores y dentro de la propia vivienda, y doy rienda suelta a su sentimiento. Y cuando el féretro comenzó a deslizarse de manos en manos como se estuviera flotando en el aire para salir a buscar para salir a buscar su lugar en la tierra, el acordeón de Miguel López entonó la melodía: ‘No me guardes luto’, y un coro de muchas voces comenzó a cantar:
No me guardes luto negra
no me llores.
Si vas a mi tumba
no me lleves flores.
Ahora que estoy vivo
dame lo que quiero,
que más tarde muero
y me echas al olvido.
Después, rumbo a la iglesia y al cementerio, anduvimos largo rato bajo un sol abrazador precedidos por una carroza fúnebre que iba vacía porque todos quisieron poner el hombro para cargar al Rey, mientras un espontáneo entonaba a pulmón limpio las canciones con las que él animó cientos de parrandas y alegró miles de vidas.
No podía haber sido de otra manera.
En medio de tantos valores de la música vallenata, muertos y vivos, Luis Enrique Martínez encarnó, mejor que ningún otro, las virtudes y condiciones de un juglar completo: Fue compositor; y si de eso nada más se tratara, sus cantos de estilo costumbrista fueron armónicamente musicalizados que por derecho propio se ubicaron en la lista de los clásicos del vallenato; Fue el típico cantor cuya voz de acento parrandero pueblerino se impuso en un momento en que aún no habían surgido los poderosos vocalistas de ahora y se mantuvo en la aceptación y el cariño de un público exigente que no concebía los cantos de Luis Enrique – y los que él había grabado de otros autores – sino vocalizados por el mismo con su timbre peculiar y, finalmente, fue el acordeonero que tuvo el talento y la sagacidad para desentrañarle al instrumento todos los secretos de sus tonalidades, armonías y ritmos; a tal grado, que no es aventurado decir que a partir de él se termina la etapa del acordeón monorrítmico de un solo sonsote en el que parece que no existieran mayores posibilidades musicales, y comienza con fuerza y poderío una nueva musicalidad llena de llena de notas más alegres, más sonoras, más brillantes que le dan un giro completo a la música vallenata.
Sobre esto nadie puede equivocarse. Fue Luis Enrique, él que “descubrió” – si así puede decirse – todos los recovecos intríngulis del acordeón; el que le exprimió los mejores jugos a la escala aprisionada en los botones y en el fuelle; y con el comenzó el nuevo estilo, la escuela de notas jocundas, limpias y vibrantes de la que hoy son dignos exponentes: Nicolás Elías ‘Colacho’ Mendoza, Emiliano Zuleta Díaz, Israel Romero Ospino, Alfredo Gutiérrez Vital, Alberto ‘Beto’ Villa Payares, Orangel ‘El Pangue’ Maestre Socarrás y Gonzalo Arturo ‘El Cocha’ Molina Mejía, entre otros
Esas tres condiciones juntas de acordeonero, cantor y compositor aunadas a un modo personal de hacer y decir las cosas sin perder nunca el orgullo natural de su origen, una especie de arrogante modestia, una sencillez campechana y el sentido exacto de su propio valor, que él conocía bien, hicieron de Luis Enrique una persona especialmente dotada dentro del mundo vallenato.
El pueblo lo supo desde el primer momento y así lo reconoció siempre. Por eso, en medio de este boom de nuestra música, cuando aparecen de la noche a la mañana ídolos de papel y nombres que fulguran un día y mañana ya no son, ‘El Pollo Vallenato’, el acordeonero de El Hatico de Fonseca, el Rey Luis Enrique Martínez Argote mantendrá su título de “Papá de los acordeoneros”, y seguirá “caminando hacía la historia grande del folclor más bello del mundo, llevado en hombros del mismo pueblo alegre que lo acompañó toda su vida y que lo dejó para siempre reposando en el cementerio de Mamatoco.
Escrito elocuente
El escrito de Consuelo Araujonoguera fue elocuente en medio del dolor por la partida a los 72 años del hombre que puso a cabalgar sus dedos de manera extraordinaria por el teclado de su acordeón que era su amor irresistible. Nunca tuvo miedo a la hora de tocarlo porque lo conocía como la palma de su mano y le encontraba las notas donde estuvieran escondidas.